CONFIDENCIALPor ROGELIO RODRÍGUEZ MENDOZA.
El mito del control de confianza.
Durante casi dos décadas, el Estado mexicano ha apostado buena parte de su esperanza en un sistema de exámenes que prometía depurar y sanear las corporaciones de seguridad: los llamados controles de confianza. Aquella idea, en el papel, parecía impecable. Se trataba de una especie de filtro moral, psicológico y técnico capaz de impedir que personas corruptas o inestables llegaran a portar un arma, una placa o una toga.
El sistema nació formalmente en 2008, durante el gobierno de Felipe Calderón Hinojosa, como parte del Sistema Nacional de Seguridad Pública. Su creación se justificó en el contexto de la llamada guerra contra el narcotráfico, con el propósito de impedir que los cuerpos policiacos y de procuración de justicia fueran infiltrados por el crimen organizado.
A partir de la Ley General del Sistema Nacional de Seguridad Pública, publicada en el Diario Oficial de la Federación el 2 de enero de 2009, los estados se vieron obligados a establecer Centros de Evaluación y Control de Confianza (C3), encargados de aplicar pruebas médicas, psicológicas, toxicológicas, socioeconómicas y poligráficas a todos los integrantes de las instituciones de seguridad, procuración e impartición de justicia.
Pero la realidad ha sido más terca que la teoría. Hoy, esos exámenes se han convertido en un ritual burocrático que cuesta millones de pesos cada año y que, en los hechos, no ha logrado erradicar la corrupción ni mejorar la calidad del servicio público en materia de seguridad y justicia.
Lo paradójico es que, pese al enorme gasto y al tiempo invertido, las policías siguen infiltradas, las fiscalías siguen manchadas, y los jueces continúan rodeados de sospechas. ¿Entonces, para qué sirven los controles de confianza si los resultados hablan por sí solos?
La promesa era clara: quien no pasara los exámenes, quedaría fuera. El propósito, impedir que los criminales, los corruptos o los inestables mentales se colaran en las filas de la seguridad pública. En teoría, nadie sin una reputación intachable podría ingresar a la fuerza.
Sin embargo, la corrupción no suele brotar antes de entrar, sino después. Es dentro, ya en funciones, donde el poder seduce, las tentaciones se multiplican y el dinero fácil comienza a circular. Ningún polígrafo o prueba de sangre detecta eso.
Lo que realmente corrompe al policía, al ministerial o al custodio, no es su pasado, sino su presente: un entorno institucional podrido, salarios bajos, jefes corruptos, incentivos perversos y la impunidad como garantía de sobrevivencia.
De nada sirve medir la honestidad en laboratorio si después el sistema recompensa la trampa. De nada sirve reprobar al mentiroso si al final el que asciende es el que miente mejor.
Los exámenes de control de confianza se han convertido, en muchos casos, en un negocio disfrazado de estrategia. Un mecanismo costoso, opaco y limitado, que solo cumple con generar expedientes, sin transformar conductas.
Se invierten miles de millones de pesos en instalaciones, psicólogos, médicos, polígrafos, equipos de laboratorio y bases de datos. Todo eso para que, a los pocos meses, un policía “evaluado y certificado” aparezca implicado en secuestros, extorsiones o desapariciones.
El sistema, más que un filtro, ha terminado siendo una coartada. Una forma elegante de decir que se está haciendo algo, aunque ese algo no cambie nada.
Además, los exámenes miden lo superficial: consumo de drogas, estabilidad emocional, entorno familiar, solvencia económica. Pero no miden lo que realmente importa: la resistencia moral frente al poder, la presión, el miedo o el dinero.
Un agente puede pasar con excelencia el polígrafo y aun así ser un delincuente en potencia. Puede aprobar cada prueba psicológica, pero doblegarse ante una amenaza o venderse al mejor postor cuando la oportunidad se presenta.
De hecho, muchos de los grandes casos de corrupción policial, desde mandos estatales hasta federales, involucran a funcionarios que habían aprobado todos sus controles de confianza. Esa es la prueba más contundente del fracaso.
Quizá llegó la hora de replantear el modelo. En lugar de invertir tanto en detectar a los corruptos potenciales, habría que destinar recursos en prevenir la corrupción real, la que se gesta dentro de los cuerpos operativos y en las fiscalías.
La fiscalización debería centrarse en la conducta diaria, en la trazabilidad del dinero, en los indicadores de desempeño y en la supervisión constante, no en un examen ocasional que solo mide impresiones.
También habría que reforzar la protección institucional: salarios dignos, mecanismos de denuncia seguros, rotación de mandos, auditorías sorpresivas y castigos ejemplares. Eso sí transforma.
Mientras tanto, los controles de confianza seguirán siendo una especie de placebo institucional. Un calmante para la conciencia del gobierno y un certificado de papel para quienes lo aprueban, aunque su conducta los desmienta cada día.
El verdadero control de confianza no se aplica en una cabina de laboratorio, sino en la calle, en el escritorio, en la celda, en el expediente, en cada decisión que toma un servidor público frente a la corrupción o la tentación.
Si México quiere avanzar hacia cuerpos de seguridad y procuración de justicia realmente confiables, necesita menos polígrafos y más ética pública, menos exámenes y más vigilancia real.
De lo contrario, seguiremos evaluando a los mismos de siempre, gastando fortunas, entregando certificados de honestidad a quienes mañana volverán a traicionar la ley.
Y lo peor: seguiremos creyendo que con un examen basta para volver confiable a un sistema entero. Ese, sin duda, es el autoengaño más caro de la administración pública mexicana.
ASI ANDAN LAS COSAS.
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