CONFIDENCIALPor ROGELIO RODRÍGUEZ MENDOZA.
La reforma que falta.
La elección de jueces, magistrados y ministros mediante el voto popular fue presentada como una conquista histórica en la democratización de la justicia. México inauguró un modelo inédito que despertó debates encendidos y expectativas contrastantes.
En Tamaulipas ocurrió lo propio. Por primera vez, el ciudadano participó directamente en la selección de quienes impartirán justicia.
Pero la euforia inicial empieza a disiparse y deja al descubierto una verdad que jamás cambió: la elección de jueces no corrige los problemas estructurales del sistema. No lo reforma desde donde se encuentra descompuesto. No toca las raíces del fracaso institucional que desemboca en la impunidad cotidiana.
Desde que fue anunciada, la reforma judicial recibió advertencias claras de las barras de abogados, colegios, especialistas y organizaciones civiles. Modificar la cúpula no basta. La crisis de la justicia mexicana no se gesta en los tribunales, sino en el origen mismo del proceso: la procuración de justicia.
La justicia se extravía en las agencias del Ministerio Público. Se desvanece en carpetas que no avanzan, en denuncias tomadas con desdén, en expedientes que se rezagan hasta volverse un limbo. El país registra más del 90 por ciento de delitos impunes. Nueve de cada diez crímenes nunca reciben castigo. No porque los jueces fallen, sino porque las investigaciones no llegan a ellos.
Las fiscalías están saturadas. Las policías investigadoras son insuficientes y mal preparadas. Los peritajes tardan semanas o meses. Los laboratorios forenses no tienen personal ni tecnología. La maquinaria encargada de investigar y perseguir el delito funciona, cuando mucho, a medio vapor. Y así es imposible impartir justicia.
El modelo actual está rebasado. Mientras la delincuencia se adapta, se organiza y se fortalece, las instituciones encargadas de combatirla permanecen inmóviles, degradadas por el abandono, el desgaste y la inercia.
Durante la discusión de la reforma judicial, el gobierno federal prometió una segunda fase: la reforma profunda al sistema de procuración de justicia. Aseguró que estaba en proceso, que se afinaban detalles, que pronto sería presentada. Sin embargo, aquella promesa se ha ido desvaneciendo sin documentos, sin proyectos, sin plazos.
Sin esa reforma, todo lo demás es apariencia. Se puede cambiar la forma de nombrar jueces, pero no se mejorará la calidad de las investigaciones.
La impunidad no es solo un resultado; es un mensaje. Y ese mensaje es devastador: en México, el delito paga. El crimen encuentra cobijo. La ley puede burlarse. Cuando la justicia no llega, el país se acostumbra al miedo.
Y hay un eslabón más en esta cadena rota que no puede seguirse ignorando: el sistema penitenciario.
Las cárceles deberían ser centros de reinserción social. Ese es su nombre legal, su fundamento constitucional y su razón de ser. Pero la realidad es otra, brutal y transparente: las cárceles son universidades del crimen. Lugares donde la delincuencia se reorganiza, se financia, se fortalece y se profesionaliza. Espacios donde el Estado se ausenta y el poder lo ejerce quien domina el miedo.
No hay reinserción posible en sistemas penitenciarios hacinados, abandonados, sin programas educativos reales, sin trabajo digno, sin supervisión profesional. No hay rehabilitación donde lo único que se reproduce es el código criminal que se aprende y se perfecciona entre rejas.
Por eso la reforma que falta no puede limitarse al Ministerio Público. Tiene que alcanzar las fiscalías, las policías de investigación y, de manera ineludible, el sistema penitenciario. Sin cárceles que verdaderamente reeduquen, las sentencias son un trámite y el castigo es ficticio.
La justicia no se consuma en la sentencia, sino en lo que ocurre después.
Reformar la justicia implica reconstruirla desde el principio y hasta el final. Desde la denuncia hasta la reinserción. Nada menos.
Hasta que esa reforma llegue, la justicia seguirá siendo un discurso. Y el país, como hasta ahora, seguirá aprendiendo a vivir con la impunidad como destino y con la inseguridad como paisaje.
EL RESTO.
Por cierto, nadie habla de ello pero en el Poder Judicial y en la Fiscalía General de Justicia del Estado se violentan abiertamente los derechos laborales de quienes laboran en los juzgados y en las agencias del Ministerio Público.
Los jueces y sus colaboradores, igual que los fiscales, trabajan jornadas extenuantes para poder sacar adelante la enorme carga de trabajo a la que se enfrentan.
Lamentable y preocupante ese tema, sobre todo porque las víctimas son precisamente quienes procuran e imparten justicia.
ASI ANDAN LAS COSAS.
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