Cárceles de panzazo

Eduardo Pacheco
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CONFIDENCIAL
Por ROGELIO RODRÍGUEZ MENDOZA.
Cárceles de panzazo
Las cárceles de Tamaulipas tienen una curiosa virtud estadística: avanzan algunos lugares en el ranking nacional y, sin embargo, siguen oliendo a fracaso.
El Diagnóstico de la Comisión Nacional de Derechos Humanos ha sido brutal durante más de una década. Entre 2011 y 2022, Tamaulipas se movió casi siempre en el sótano del país, con calificaciones que oscilaron entre 3.65 y 5.88 sobre diez, y en varias ocasiones en el último lugar nacional.
En 2022 tocamos fondo: calificación global de 4.26, lugar 32 de 32, y cinco cárceles estatales reprobadas, con notas entre 3.19 y 4.79. Ningún otro estado exhibió una crisis tan profunda acumulada durante tantos años.
En esos reportes de la CNDH se repite, año tras año, la misma narrativa: autogobierno o cogobierno en cinco de los seis centros, debilidad en el control institucional, deficiencias en salud, alimentación, higiene, atención a grupos vulnerables y un entorno donde la reinserción social es más propaganda que política pública.
A partir de 2023 las cifras empiezan a “mejorar”: la calificación estatal sube a 6.03 y en 2024 llega a 6.55. En los números fríos, Tamaulipas deja de ser el último de la fila. Pero los datos internos revelan otra realidad: Reynosa reprobó con 5.96, Matamoros apenas obtuvo un 6.00 y Victoria y Nuevo Laredo rondaron calificaciones que apenas alcanzan el seis y medio.
Solo Altamira registró un despegue relevante con un 7.62 que, aunque positivo, no compensa el rezago estructural del resto del sistema. De modo que sí, aprobamos… pero de panzazo.
Es indispensable poner las cifras en contexto: aprobar no significa sanar. En el mejor de los casos significa estabilizar un sistema que arrastra parches, carencias y vicios que no se corrigen con buenas intenciones ni con boletines optimistas.
Basta recordar que en 2022 la CNDH documentó a Tamaulipas como el peor sistema penitenciario del país. Últimos en condiciones de vida, últimos en gobernabilidad, últimos en prevención de violencia extrema. Homicidios, suicidios y conductas suicidas eran parte de la estadística anual.
Ese escenario no se transforma mágicamente por subir dos puntos en una tabla. Sería ingenuo suponerlo.
Detrás de esta precariedad persiste un común denominador: el regateo presupuestal. Las cárceles siempre están al final de la fila cuando se reparten los recursos. Todo lo visible va primero: pavimento, luminarias, parques, avenidas, puentes. Luego vienen las patrullas, los uniformes, el equipamiento policial. Y al final, casi como un estorbo, aparecen los CEDES.
En teoría, las leyes hablan de “centros de reinserción social”. En la práctica, muchos de ellos siguen operando como bodegas humanas donde la esperanza se reduce a sobrevivir el día. La idea de reconstruir un proyecto de vida se vuelve una frase vacía para quienes viven encerrados en estas condiciones.
Por eso se repite aquella frase tan descarnada como real: las cárceles funcionan como “universidades del crimen”. No es retórica, es diagnóstico.
La falta de recursos provoca un efecto dominó implacable: no hay personal profesional suficiente, no existen mecanismos de clasificación robustos, no se separa adecuadamente a procesados de sentenciados, ni a internos de baja peligrosidad de quienes pertenecen a estructuras criminales complejas.
La mezcla caótica de perfiles es combustible puro para la violencia interna y para la reincidencia posterior. Es la incubadora perfecta del delito.
Es paradójico que el sistema penitenciario sea el último eslabón de la cadena de justicia, pero el más frágil. Policías y fiscalías investigan; jueces condenan; pero son las cárceles donde se define si el castigo se convierte en reinserción o en una condena social perpetua.
Y cuando la cárcel fracasa, fracasa todo el sistema de seguridad. Si una persona entra a prisión y sale peor, más violenta o mejor conectada con organizaciones criminales, el Estado termina alimentando aquello que pretendía combatir.
De ahí que resulte inevitable prestar atención a los discursos del secretario de Seguridad Pública, Carlos Arturo Pancardo. Con frecuencia presenta los avances del DNSP como prueba de que los CEDES están en recuperación. Sin embargo, en el mismo escritorio donde se elaboran esos discursos reposan los informes que exhiben más de una década de rezagos estructurales.
No se trata de negar los avances, sino de dimensionarlos. Un sistema históricamente reprobado no se corrige con pequeñas mejorías estadísticas. Requiere inversión, profesionalización, infraestructura y voluntad política real.
La discusión central debería estar en el presupuesto. ¿Cuánto se destina a programas educativos dentro de los penales? ¿Cuánto a salud mental, tratamiento de adicciones o capacitación laboral? ¿Cuánto a garantizar condiciones mínimas de dignidad humana?
La respuesta suele ser incómoda: menos de lo necesario, menos de lo recomendable y mucho menos de lo que exige una verdadera política de reinserción.
Al final, de poco sirve que los penales aprueben “de panzazo” si la justicia en su conjunto continúa reprobada. Mientras nuestras cárceles sigan funcionando como centros de reciclaje del delito, cualquier discurso de seguridad será apenas una elegante declaración de buenas intenciones.
Así andan las cosas.
roger_rogelio@hotmail.com
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