CONFIDENCIAL
Por ROGELIO RODRÍGUEZ MENDOZA.
El poder político sobre la balanza judicial
La justicia mexicana atraviesa un momento decisivo. Su independencia, tan delicada como una fibra de cristal, está siendo sometida a tensiones que amenazan con fracturarla. Lo que advertimos durante el debate de la reforma judicial —que un Poder Judicial politizado deja de impartir justicia para convertirse en instrumento— hoy ya no es una amenaza: es un síntoma visible.
El país apenas comienza a conocer a su nuevo Poder Judicial Federal y, sin embargo, los signos de politización ya asoman con una claridad inquietante. La justicia, esa que debería ser incolora, imparcial e impermeable al ruido político, está recibiendo presiones que ningún tribunal digno tendría por qué soportar.
La primera señal vino con el caso del empresario, Ricardo Salinas, un expediente voluminoso que se arrastró durante años en la Suprema Corte. Nadie discute que el fisco tenga derecho a cobrar lo que considere justo; el problema no está ahí, sino en el momento y el contexto del fallo.
Durante años, el asunto se mantuvo en estudio. Nunca hubo prisa. Nunca hubo señales de inminencia. Pero bastó la llegada de la nueva integración del Pleno para que, como arte de magia, se resolviera.
Y lo más grave: se resolvió exactamente como desde Palacio Nacional y desde la nueva narrativa presidencial ya se anticipaba. Antes del debate técnico, ya se había construido el veredicto político.
La pregunta —incómoda, inevitable— es simple:
¿La Corte falló con base en los expedientes o con base en las expectativas del poder político?
Y si la duda existe, la justicia ya perdió algo irrecuperable: credibilidad.
La justicia jamás debe ser anticipada por discursos políticos. Porque cuando un fallo se adivina desde la conferencia matutina o desde una declaración presidencial, algo está profundamente mal.
El caso de Salinas no es, lamentablemente, una excepción aislada. Es el primer capítulo de una tendencia que se repite en el país y que ya alcanzó a Tamaulipas.
Un grupo de diputados y dirigentes morenistas promueve la recabación de cien mil firmas para enviarlas a la Suprema Corte y exigirle que resuelva y deseche el amparo que favorece al exgobernador Francisco García Cabeza de Vaca.
Y aquí es indispensable hacer una precisión ética y editorial: nadie está defendiendo la inocencia de García Cabeza de Vaca. Su administración dejó una estela de acusaciones, señalamientos, expedientes abiertos y episodios oscuros que lo colocan, sin exagerar, entre los gobiernos más corruptos que ha tenido Tamaulipas. Eso está ahí, visible, documentado, denunciado.
Pero —y es un pero determinante— esas acusaciones deben probarse ante los tribunales, no en campañas mediáticas ni en tribunales populares. No corresponde al ánimo social ni a la militancia política dictar sentencias anticipadas. Corresponde a los jueces, a los expedientes y al debido proceso.
El argumento de los promoventes es tan elemental como peligroso: “El pueblo exige justicia”.
Pero la justicia no funciona así.
No se administra por aclamación.
No se acelera con firmas.
No se corrige a gritos.
No se invoca desde la tribuna política.
La justicia —la verdadera— se basa en pruebas, en leyes, en expedientes, en garantías procesales, no en campañas de recolección de voluntades.
¿Qué tiene que ver una montaña de firmas con la resolución de un amparo?
Nada. Absolutamente nada.
Y eso es lo que debería preocuparnos: que en México comienza a instalarse la idea de que la justicia puede moldearse al gusto del momento, al clima político, a la necesidad electoral o al ánimo del público. Como si los ministros debieran obedecer a la encuesta del día.
Si los fallos se leen como decisiones políticas, el Poder Judicial dejará de ser contrapeso. Y cuando no hay contrapesos, lo que queda no es un Estado de derecho, sino un Estado de voluntad.
México no puede permitirse una justicia sometida. No podemos normalizar que los ministros decidan con la presión de la plaza pública en la nuca. No podemos aceptar que las sentencias se conviertan en mensajes políticos disfrazados de criterios legales.
Porque cuando la justicia pierde neutralidad, pierde su esencia.
Hoy más que nunca, necesitamos recordar que la justicia no es un instrumento del gobierno ni un trofeo de la oposición. Es la última garantía que tiene el ciudadano frente al poder.
Por eso, urge levantar la voz. No para defender a personajes, sino para defender principios. No para exigir fallos, sino para exigir independencia. No para inclinar la balanza, sino para que nadie pueda moverla.
Si el país permite que la justicia se arrodille, después será imposible pedirle que se ponga de pie.
ASI ANDAN LAS COSAS.
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