CONFIDENCIALPor ROGELIO RODRÍGUEZ MENDOZA.
Burócratas de primera y de segunda.
En las administraciones publicas, tanto la estatal como las municipales, no todos los trabajadores valen lo mismo, aunque hagan exactamente el mismo trabajo. La diferencia no está en la función ni en la responsabilidad, sino en una sola condición: estar sindicalizado o no.
Mientras unos reciben sueldos más altos, bonos y prestaciones completas, otros —de confianza o extraordinarios— sostienen las mismas oficinas con menos ingresos y sin los mismos derechos. Es una desigualdad institucionalizada que ha sido tolerada durante décadas.
La Carta Magna no deja espacio a interpretaciones. El artículo 123 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos establece con toda claridad que “para trabajo igual debe corresponder salario igual, sin tener en cuenta sexo ni nacionalidad”.
No es una consigna política ni una aspiración ideológica. Es un mandato constitucional que obliga al Estado, como patrón, a garantizar igualdad salarial cuando las funciones, responsabilidades y condiciones de trabajo son las mismas.
Sin embargo, en la práctica, el propio gobierno incumple ese principio todos los días. Lo hace en cada dependencia, en cada oficina y en cada nómina.
Un auxiliar administrativo sindicalizado puede percibir más ingresos que otro auxiliar que realiza exactamente las mismas tareas, solo porque uno pertenece al sindicato y el otro no.
La brecha no se limita al sueldo base. Se amplía con bonos, compensaciones, estímulos, apoyos extraordinarios y prestaciones que solo unos reciben.
Para los trabajadores de confianza o extraordinarios, el escenario es otro: menos ingreso, menos estabilidad y menos protección laboral.
Muchos de ellos sostienen áreas completas, cubren horarios críticos y cargan responsabilidades operativas sin la red de respaldo que sí tienen sus pares sindicalizados.
La diferencia no se explica por desempeño, productividad o preparación profesional. Se explica únicamente por una condición administrativa.
Ahí está el fondo del problema. El sindicato nació para defender derechos frente a abusos del patrón, no para convertirse en una frontera salarial dentro del mismo centro de trabajo.
Defender al trabajador es una cosa. Generar privilegios permanentes financiados con recursos públicos es otra muy distinta.
El gobierno, como empleador, ha permitido que esta distorsión se normalice durante años, como si fuera parte inevitable del sistema.
Pero no lo es. Es una práctica injusta, cuestionable y contraria a la equidad laboral que el propio Estado debería garantizar.
Durante décadas, esta desigualdad ha sido tolerada sin debate, sin revisión y sin voluntad real de corrección.
Esta semana, el tema volvió a colocarse en la agenda pública. Diputados del Partido Acción Nacional presentaron una iniciativa para reformar la ley interna del Congreso del Estado.
El objetivo es denunciar y frenar la discriminación salarial entre trabajadores sindicalizados y no sindicalizados dentro del Poder Legislativo.
El planteamiento es válido y necesario. Pero sería un error reducir el problema únicamente al Congreso.
La misma disparidad existe en secretarías, organismos descentralizados y prácticamente en toda la estructura de las administraciones publicas, estatal y municipales.
También ocurre en los gobiernos municipales, aunque ahí las diferencias suelen ser menos abismales que a nivel Estado.
La pregunta sigue sin respuesta: ¿por qué se paga distinto a quienes hacen el mismo trabajo?
No se trata de quitar derechos a nadie. Se trata de cumplir la Constitución y homologar condiciones laborales.
Si el servicio público aspira a ser justo, debe empezar por tratar con equidad a sus propios trabajadores.
Corregir esta desigualdad no es un favor ni una concesión política. Es una obligación constitucional.
ASÍ ANDAN LAS COSAS.
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