El remedio, peor que la enfermedad.

Eduardo Pacheco
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CONFIDENCIAL
Por ROGELIO RODRÍGUEZ MENDOZA.
 
                          El remedio, peor que la enfermedad.
La noche del lunes reciente, la carretera Tampico–Mante volvió a teñirse de sangre. Seis civiles murieron y dos más resultaron heridos cuando elementos del Ejército Mexicano, presuntamente al confundir una maniobra vehicular, abrieron fuego sobre una camioneta particular.
El hecho ocurrió a la altura del kilómetro 71, en el puente de Estación Manuel. Las imágenes posteriores mostraron un escenario desgarrador: cuerpos sin vida, vidrios rotos, casquillos dispersos. La tragedia fue inmediata, pero las preguntas apenas comienzan.
Según el boletín emitido (luego de casi 18 horas de silencio absoluto) por la Secretaría de la Defensa Nacional, los soldados creyeron que los civiles intentaban embestirlos. Actuaron, dicen, en defensa propia. Pero el resultado está a la vista: seis muertos inocentes.
La misma dependencia informó que los elementos responsables fueron separados del cargo y puestos a disposición de la Fiscalía General de la República y de la Fiscalía Militar. Un gesto protocolario, insuficiente ante la magnitud de lo ocurrido.
Porque más allá de la versión oficial, lo que esta masacre revela es una verdad incómoda: los militares no están preparados para hacer trabajo de policía.
La disciplina castrense, basada en la obediencia absoluta y el fuego de respuesta inmediata, no puede trasladarse sin filtros a las calles, donde la prudencia y la contención definen la diferencia entre un operativo exitoso y una tragedia.
Los soldados son formados para eliminar amenazas, no para identificarlas con precisión. No conocen la lógica del patrullaje preventivo ni las sutilezas de la mediación civil. En el campo de batalla, la duda se paga con la vida. En las ciudades, con la vida de otros.
Lamentablemente, esa diferencia de formación ha quedado en evidencia una y otra vez en el país. Los episodios de violencia militar contra civiles se repiten con una frecuencia alarmante.
Y sin embargo, los gobiernos, de uno y otro signo, insisten en depositar la seguridad pública en manos de las Fuerzas Armadas, como si la simple presencia de uniformes verdes garantizara la paz.
No la garantiza. La sustituye por miedo. Por silencio. Por la sensación de que cualquier movimiento puede ser interpretado como una amenaza.
El caso de Estación Manuel no es un accidente. Es la consecuencia directa de una política pública equivocada, que ha militarizado la seguridad sin asumir el costo de formar policías civiles competentes y confiables.
Durante años, se ha vendido la idea de que los militares son incorruptibles, disciplinados y eficaces. Quizá lo sean en su terreno natural, el de la defensa nacional. Pero en el ámbito urbano, entre familias, automovilistas y comerciantes, esa eficacia se convierte en brutalidad.
El uso de las Fuerzas Armadas para patrullar calles es, en el fondo, una confesión de fracaso: el fracaso de las instituciones civiles, de los gobiernos locales, de las corporaciones policiales que se dejaron corromper o desmantelar.
El remedio ha resultado peor que la enfermedad. Las balas que antes apuntaban al enemigo hoy atraviesan autos familiares.
Replantear la participación militar en la seguridad pública no es un capricho ni una consigna ideológica: es una necesidad moral y práctica.
México necesita policías, no soldados disfrazados de policías. Necesita hombres y mujeres formados para dialogar antes de disparar, para prevenir antes que castigar.
Si el Estado insiste en mantener a los militares en las calles, al menos debería garantizar que reciban formación policial integral: protocolos de uso de la fuerza, manejo de crisis, atención ciudadana, derechos humanos.
De lo contrario, cada patrullaje seguirá siendo una ruleta rusa. Y cada familia que salga de noche, un blanco potencial.
La sangre derramada en Estación Manuel clama por justicia, pero también por sensatez. Por la valentía de corregir un rumbo que ha demostrado ser mortal.
ASI ANDAN LAS COSAS.
roger_rogelio@hotmail.com
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