Quieren que el árbitro obedezca al jugador.

Eduardo Pacheco
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CONFIDENCIAL
Por ROGELIO RODRÍGUEZ MENDOZA.
Quieren que el árbitro obedezca al jugador.
La reforma electoral que se impulsa desde el gobierno federal no pretende perfeccionar el sistema electoral: pretende someterlo. Se trata de ajustar las reglas del juego para asegurarse de que el resultado nunca vuelva a incomodar al poder. Es, en el fondo, un intento por domesticar la democracia.
Desaparecer a los institutos electorales estatales —incluido el IETAM en Tamaulipas— no significa modernizar la elección. Significa centralizarla. La organización, administración y vigilancia del proceso electoral perderá cercanía territorial y será trasladada a un aparato nacional diseñado para obedecer desde la distancia.
Ahí se rompe uno de los avances más importantes de la transición democrática mexicana: la organización electoral anclada en el territorio, donde la ciudadanía y los contrapesos locales tienen capacidad de supervisión y exigencia.
Pero el riesgo mayor está en la forma en que se propone seleccionar a los consejeros electorales y a los magistrados encargados de resolver litigios electorales. Se plantea que sean elegidos por voto popular, sí, pero a partir de candidaturas propuestas por el Poder Ejecutivo, el Poder Legislativo y el Poder Judicial.
Ese mecanismo sería democrático sólo si esos tres Poderes estuvieran equilibrados, independientes y contrapesados entre sí. Pero no lo están.
Hoy, aunque la Constitución mantenga la división de poderes, en los hechos el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial operan bajo la misma hegemonía política. El partido en el poder controla la Presidencia, domina el Congreso y ha influido de manera determinante en la integración de la Suprema Corte y los órganos judiciales.
Si tres Poderes alineados políticamente son quienes proponen a los árbitros electorales, entonces los árbitros estarán inevitablemente alineados con ese mismo poder. No habrá independencia posible, porque el origen determina la lealtad.
Un árbitro que depende del gobernante no es árbitro: es instrumento.
Y cuando el árbitro deja de ser árbitro, la elección deja de ser competencia y comienza a ser trámite. Lo que se vota ya no es el rumbo del país, sino la ratificación del poder existente.
A esto se suma la reducción deliberada de la representación proporcional en los congresos. No se elimina el gasto; se elimina la pluralidad. Se borran voces. Se silencia la divergencia. Se convierte al Poder Legislativo en un escenario de confirmación, no de discusión.
La democracia no es uniforme. La democracia es conflictiva, incómoda, diversa. Cuando se elimina esa diversidad, lo que queda no es unidad: es hegemonía.
Todo el proyecto se vende bajo la bandera del ahorro. Como si la democracia fuera un lujo que debemos recortar. Pero la democracia cuesta porque garantiza el derecho más importante: el derecho a cambiar de gobierno sin violencia.
Cuando el costo se vuelve argumento para desmontar esa garantía, lo que realmente se está diciendo es: la alternancia estorba.
La raíz de esta reforma es política, no institucional. Es una respuesta al enojo del poder frente a un árbitro que no obedeció. Frente a decisiones que incomodaron. Frente a un sistema que todavía permitía competencia real.
Y cuando una reforma nace del enojo, no busca corregir fallas: busca castigar resistencias.
Lo más grave es que el país atraviesa este momento sin contrapesos. La oposición está desfondada, dividida, sin influencia social ni capacidad legislativa. No hay quién frene. No hay quién equilibre. No hay quién advierta a gran escala.
La democracia mexicana está entrando en zona de riesgo estructural. La erosión no es súbita. No es estridente. Ocurre con normalidad administrativa. Con lenguaje técnico. Con la sensación de que “no pasa nada”.
Pero pasa.
Se está reconfigurando el sistema político para que el poder deje de ser alternable. Y cuando el poder no puede cambiar de manos, el ciudadano deja de ser ciudadano y se convierte en espectador.
Eso no es avance. Eso no es estabilidad.
Eso es regreso.
Y los regresos, en política, siempre se pagan con décadas de silencio.
EL RESTO.
Fiel a su estilo, el secretario de Bienestar Social, Samuel Badillo, presume retador que es intocable en la estructura gubernamental.
Algo debe haber de eso, porque a pesar de las denuncias por violencia política contra algunas de sus subordinadas y la abierta confrontación con la titular de la Sebien, el muchacho ahí sigue.
A ver si Don Samuel no detona algún escándalo de alcance nacional.
ASI ANDAN LAS COSAS.
roger_rogelio@hotmail.com
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