Por Pegaso

 

Chester era un pastor alemán de buena pinta.

Sus padres, poseedores de un brillante pedigrí, obtuvieron reconocimientos internacionales y eran el orgullo de sus felices propietarios.

Cuando Beto lo vio en aquella jaula de alambre, puesto a la venta por el dueño de una tienda veterinaria, hubo una inmediata conexión.

El can-siendo un tierno cachorro- lo miró a los ojos y el muchacho supo desde aquel momento que sería la mascota ideal.

Beto y Chester fueron desde entonces, inseparables.

Uno dejó atrás la adolescencia y entró al período de juventud, mientras el otro crecía rápidamente para convertirse en un magnífico ejemplar de su raza.

Todos los días, luego que Beto llegaba de la Universidad, se iban al patio trasero de la casa para jugar con una colorida pelota, o salían a pasear a la alameda donde, invariablemente, Chester podía saborear un delicioso hueso que su amo compraba en una carnicería del rumbo.

Los fines de semana eran especiales.

Beto se preparaba desde muy temprano, se calzaba sus tenis y cargaba una mochila repleta de enseres.

Cerca se encontraban algunas montañas, hermosos valles y riachuelos que corrían ágilmente entre las rocas.

Chester y Beto gustaban de pasear por aquellos paradisíacos parajes.

En verdad que eran amigos inseparables.

Jamás hubo una relación de tanta cercanía entre un hombre y su perro.   Eran-podría decirse- uno solo.

En cierta ocasión, Beto fue interceptado por unos maleantes quienes, pistola en mano pretendían asaltarlo; la oportuna intervención de Chester salvó su cartera y posiblemente, su vida.

Esa y otras acciones demostraron al joven que tenía en su mascota algo más que una simple compañía.

Ni siquiera el hecho de que Beto halló cierto día un alma gemela,-casi al terminar sus estudios,-erosionó aquella relación de amistad.

Es más, la novia de su amo, Carmen, era muy gentil y lo colmaba de caricias y atenciones.

Fue una etapa muy feliz para Chester.